En La realidad difusa, Alberte Momán Noval construye una novela perturbadora, áspera y radicalmente honesta que explora, sin concesiones, los mecanismos de control, la precariedad emocional, la violencia estructural y la fragilidad humana en un entorno degradado por la manipulación sistémica. Con un lenguaje crudo, directo y a menudo incómodo, Momán entrega un relato que no sólo impacta por su contenido, sino también por su potencia formal: el libro se convierte en una máquina de confrontación ética que sacude la percepción de lo real, proponiendo una lectura amarga pero absolutamente necesaria.
Desde las primeras páginas, el lector se sumerge en un mundo donde la realidad está constantemente mediada, intervenida y modificada para satisfacer los intereses del poder: partidos políticos, empresas, ejércitos y medios de comunicación componen un ecosistema de producción de ficciones orientadas a modelar subjetividades. En este universo distópico —pero extremadamente próximo—, la construcción de lo real se ha convertido en un servicio más, tercerizado y profesionalizado. El monólogo inicial de uno de estos “creadores de realidad” funciona como manifiesto político y epistémico: la verdad no importa, lo que importa es la eficacia narrativa.
A partir de este marco conceptual, la novela se articula como una crónica de la degradación: la del protagonista, Tersites, un expolicía suspendido por intentar denunciar los entresijos de una maquinaria institucional corrupta. Su nombre, Tersites, evoca deliberadamente al personaje homérico conocido por su fealdad física y su verbo insolente, y funciona aquí como un arquetipo del marginal, del cuerpo desechado por el sistema, del resistente condenado. Tersites no sólo cae en desgracia laboralmente, sino que se ve arrastrado a un abismo de indigencia, prostitución y disolución psíquica que lo convierte en un personaje profundamente trágico.
Pero La realidad difusa no se limita a narrar una historia de caída individual. Muy por el contrario, lo que hace es construir, a través de un cuidadoso montaje de escenas y situaciones, un fresco descarnado de la exclusión y la violencia contemporáneas. La novela revela cómo la precariedad no es sólo económica, sino también afectiva, social y simbólica; cómo la marginalidad no surge de una desviación individual, sino de un dispositivo estructural que fabrica sujetos descartables.
En este sentido, el personaje de Etra, mujer jubilada, solitaria y marcada por la pérdida de su hijo, adquiere una relevancia capital. Su relación con Tersites —que fluctúa entre el afecto maternal, el cuidado mutuo y la ambigua necesidad de compañía— introduce una dimensión de ternura, pero también de vulnerabilidad expuesta. Etra encarna, quizás más que nadie, la dimensión emocional de la exclusión: no es sólo que no tenga recursos, sino que ha sido arrojada a una intemperie simbólica donde el amor y el afecto se vuelven formas de resistencia. Su devoción hacia Tersites, incluso tras episodios atroces como la violación de la que es víctima por parte de él, abre un espacio de reflexión sobre la complejidad de los vínculos humanos en contextos de devastación moral.
En efecto, uno de los momentos más brutales de la novela —la agresión sexual de Tersites a Etra— no se presenta como un acto aislado, sino como una consecuencia devastadora del proceso de descomposición del protagonista. Lejos de justificar la violencia, Momán la inscribe en una genealogía del dolor y del abuso sistémico: Tersites es, al mismo tiempo, víctima y victimario, producto de un entorno que anula la empatía y disuelve cualquier ética del cuidado. La escena, narrada con una frialdad que multiplica su efecto, exige al lector una implicación ética incómoda: ¿cómo juzgar sin comprender las condiciones que posibilitan lo imperdonable?
La narración incorpora también una dimensión onírica y alucinatoria que potencia la sensación de disolución de los límites entre lo real y lo inducido. Las alucinaciones de Tersites —como la del gato parlante, símbolo de la intromisión definitiva del poder en la intimidad psíquica— son muestras del avance de una patología social disfrazada de normalidad. El protagonista ya no distingue lo real de la manipulación, y en esa confusión se desintegra progresivamente su yo. La novela se convierte así en una denuncia del carácter invasivo del sistema, que ya no necesita ejercer violencia física directa porque ha logrado colonizar la percepción.
A nivel estilístico, el texto se construye en fragmentos extensos, de frases largas y ritmo envolvente, con escasa puntuación que potencia la sensación de agobio, de vértigo. El tono, siempre entre lo confesional y lo clínico, evita el sentimentalismo y apuesta por una narración seca, que deja que los hechos —por sí mismos duros, dolorosos, desoladores— generen su propio efecto. Momán prescinde de florituras para apostar por una crudeza que no cae nunca en el efectismo gratuito, sino que se sostiene en una coherencia estética y política.
El sexo aparece en la novela como mercancía, como castigo, como vía de subsistencia y como forma de dominación. Las escenas sexuales —numerosas, explícitas, siempre incómodas— no cumplen una función erótica, sino que evidencian la instrumentalización total del cuerpo en un entorno en que ya no hay deseo libre, sino necesidad disfrazada de elección. La prostitución, tanto masculina como femenina, no es aquí una desviación sino una consecuencia lógica de un sistema que convierte a las personas en recursos explotables.
Asimismo, la novela también dialoga con autores y corrientes teóricas. En uno de los capítulos se cita a Jean Baudrillard y Walter Benjamin, en referencia al concepto de “clonación” y de “reproducibilidad técnica”, lo que permite a Momán construir un contraste entre los sujetos que se comportan como masas replicadas y aquellos, como Etra y Pentesilea, que representan una confluencia de individualidades. Este contraste subraya la capacidad, aún dentro del desastre, de generar vínculos genuinos, aunque sean frágiles y precarios.
La figura de Pentesilea, mujer experimentada, trabajadora sexual, astuta y firme, introduce una dimensión de justicia popular, de reparación simbólica: es ella quien pone freno al desborde de Tersites, quien protege a Etra, quien pone límites y establece un nuevo orden. Pentesilea no es una redentora ni una salvadora, sino una mujer curtida, con códigos propios, que representa la posibilidad de una ética alternativa, surgida desde abajo, desde los márgenes.
El final de la novela, aunque abierto, no es optimista. La escena final —Tersites en el hospital, herido, acosado por visiones, incapaz de discernir la realidad— clausura el relato con una imagen de absoluto desconcierto. No hay redención fácil, no hay justicia que llegue desde arriba, no hay consuelo definitivo. Sólo queda la persistencia de un afecto roto, la posibilidad de recomponer los vínculos a partir del daño. Etra permanece junto a él, lo cuida, le ofrece agua, lo nombra. En ese gesto, mínimo y monumental, se condensa toda la potencia ética de la novela.
La realidad difusa es, sin duda, una obra exigente, incómoda, que interpela al lector desde la primera página. Momán no ofrece respuestas ni consuelos, pero sí una lúcida radiografía del presente. Es una novela que apuesta por el pensamiento crítico, que desnaturaliza los discursos dominantes y que plantea una pregunta fundamental: ¿qué queda del ser humano cuando lo real ha sido ocupado por la propaganda, cuando los afectos han sido precarizados y el cuerpo se convierte en campo de batalla? La respuesta no es sencilla, pero este libro nos obliga a enfrentarla.