La vida eterna, de Alberte Momán, es una novela que se adentra en las zonas más oscuras de la condición humana a través de una escritura que mezcla erotismo, violencia, crítica social y vampirismo contemporáneo. Lejos de ser una novela de género al uso, Momán propone una alegoría profundamente perturbadora y filosófica sobre el poder, la dominación, la culpa y la descomposición moral de las estructuras sociales modernas.
La historia gira en torno a Valentine, un banquero exitoso, seductor y cruel que utiliza su posición de poder para explotar, manipular y consumir —literalmente— a los más vulnerables. Pero Valentine no es solo una figura simbólica del capitalismo depredador: es también un vampiro moderno, un ser inmortal que se alimenta no solo de sangre, sino también del sufrimiento ajeno, del control y de la humillación. Su existencia gira en torno al deseo de posesión, la destrucción de los otros como forma de reafirmarse y el vaciamiento emocional absoluto.
En contraposición a él, aparece Ana, una trabajadora social que comienza siendo una figura crítica y resistente, comprometida con las causas sociales, pero que, a medida que avanza la trama, se ve arrastrada hacia una espiral de atracción, dependencia y autodestrucción. La desaparición de su hermano —una víctima más del sistema bancario y del propio Valentine— marca el inicio de su derrumbe psicológico. A partir de ese punto, Ana se sumerge en una relación con Valentine teñida de erotismo, dominación y trauma, que la convierte en una víctima y, a la vez, en una figura trágica de la resistencia fallida.
La novela está escrita con un estilo denso, poético y descarnado. La prosa de Momán no elude el detalle gráfico: las escenas sexuales, los actos de violencia, los pensamientos más oscuros de los personajes están descritos con una crudeza sin filtros, que busca incomodar y hacer reflexionar. Cada escena está cargada de simbolismo y funciona como una pieza más del mecanismo alegórico de la obra.
El cuerpo, en La vida eterna, es un campo de batalla: es violado, expuesto, penetrado, desangrado, triturado y despojado. Pero también es deseado, buscado, necesitado. A través de él se expresa el conflicto entre dominación y sumisión, entre deseo y repulsión. La sangre —recurrente a lo largo del relato— actúa como metáfora del vínculo entre víctima y victimario, del acto íntimo y del consumo total del otro.
Uno de los grandes aciertos de la novela es cómo Momán subvierte las categorías del horror clásico y las transforma en una crítica feroz al neoliberalismo, al patriarcado y al narcisismo contemporáneo. Valentine es, en este sentido, una figura monstruosa, pero real: es el símbolo de quienes convierten la empatía en un lujo, la ética en debilidad, y la intimidad en un acto de poder.
La vida eterna es una obra provocadora, incómoda y necesaria. Una novela que obliga al lector a enfrentarse con sus propios límites morales y que denuncia, sin concesiones, la banalización del mal en nuestra sociedad. Alberte Momán no ofrece redención ni esperanza fácil: solo la posibilidad de observar, desde el espanto, los mecanismos que nos destruyen y nos convierten en monstruos o en sus víctimas.