Crítica literaria de Lapamán, de Alberte Momán: mutaciones, cuerpos y resistencia en la marginalidad
La novela Lapamán, escrita por Alberte Momán Noval, se presenta como un ejercicio radical de ruptura narrativa y conceptual. A medio camino entre el grotesco y el realismo sucio, esta obra subvierte las convenciones del relato tradicional a través de un protagonista mutante —una criatura nacida de un molusco y devenida actor porno y espía accidental— en una costa gallega que parece fuera del tiempo. A partir de esta propuesta desconcertante y profundamente alegórica, Momán compone una historia que se puede leer como una sátira salvaje de la identidad, el género, el poder y las estructuras de control, pero también como un testimonio del cuerpo como campo de batalla.
1. La (de)formación del sujeto: biología, deseo y mutación
Desde su primera página, Lapamán desafía las expectativas del lector con una escena tan violenta como insólita: el nacimiento del protagonista, descrito como una criatura adherida a las rocas, fruto de una cópula solitaria, con un tono que mezcla la lírica y el asco. La construcción del sujeto es aquí puramente material, con un cuerpo que evoluciona desde la condición de molusco hasta una forma antropomórfica híbrida, marcada por el hermafroditismo y una concha adherida a la espalda. Esta metamorfosis, que recuerda tanto a Kafka como a Jean Genet, no es solo un rasgo fantástico sino una alegoría brutal de la condición humana como proceso de adaptación forzada.
El cuerpo de Lapamán, en este sentido, se convierte en una superficie de inscripción simbólica, sexual y política. Es, por momentos, objeto de deseo, monstruo pornográfico, sujeto queer, mártir de las instituciones y máquina de trabajo. Momán subvierte con esta estrategia la lógica binaria del género, proponiendo una figura ambigua que excede los marcos normativos y que, al mismo tiempo, encarna la tensión entre naturaleza e identidad social. La escena del rodaje pornográfico, donde la criatura es integrada de manera grotesca pero celebratoria, marca un hito en la narrativa: la sexualidad desbordada de Lapamán es una potencia que desestabiliza cualquier categoría.
2. El lenguaje como performance y deformación
Uno de los rasgos más llamativos de Lapamán es el uso del lenguaje. Momán despliega una prosa viscosa, húmeda, intensamente corporal, donde lo escatológico y lo poético se entrelazan sin fisuras. Cada escena está empapada de fluidos, de carne, de dolor o placer, en un registro que recuerda al mejor Pierre Guyotat o incluso a los pasajes más extremos de Bataille. No hay una búsqueda de belleza convencional, sino una voluntad por someter el lenguaje a las mismas tensiones que atraviesan al protagonista: el exceso, la inadecuación, la impureza.
La estructura de la novela, marcada por secciones breves, casi cinematográficas, favorece una lectura acelerada, pero con momentos de suspensión e introspección. El discurso indirecto libre y los diálogos lacónicos refuerzan la extrañeza de los personajes y dotan al texto de un ritmo asfixiante. Lo narrativo se mezcla con lo performativo: los gestos, las posturas, los movimientos del cuerpo están descritos con precisión casi coreográfica, como si el relato fuera también una danza enfermiza del yo.
3. Pornografía y violencia como espejo del sistema
El sexo en Lapamán no es una experiencia placentera ni romántica: es brutalidad, alienación, consumo, y también una forma de agencia ambigua. Desde su primera irrupción en el mundo humano a través de la industria pornográfica, el protagonista entra en un circuito de exposición permanente, donde su cuerpo es a la vez espectáculo y mercancía. Esta lógica se traslada luego a otros escenarios —la fábrica, la investigación privada, el espionaje—, mostrando cómo la sociedad moderna somete a los cuerpos a una violencia estructural constante.
La novela no escatima en representar estas dinámicas con crudeza. Hay escenas de abuso, tortura, humillación, pero nunca presentadas con complacencia o gratuidad. Todo forma parte de un mecanismo narrativo que apunta al sistema económico y político como campo de operaciones de una guerra silenciosa, donde los cuerpos son las primeras víctimas. La fábrica en la que trabaja Lapamán es el emblema de esta lógica: un espacio cerrado, vigilado, donde la interacción social es una estrategia de control.
4. Alamut: el mito insurgente y la guerra invisible
Hacia la segunda mitad de la novela, irrumpe con fuerza el componente político más explícito, con la aparición del término "Alamut", que remite tanto a la secta de los nizaríes del islam medieval como a una organización clandestina actual. Esta elección no es casual: Momán recurre al imaginario de la resistencia secreta, de la insurgencia mítica, para construir un escenario donde dos modelos de mundo se enfrentan. Por un lado, las instituciones que dominan bajo el disfraz de la legalidad; por otro, los cuerpos disidentes que se organizan en la sombra.
Lo fascinante de esta dimensión es su ambigüedad. Lapamán nunca sabe exactamente para quién trabaja, ni qué bando representa. La confusión y el desconcierto son la única certeza. La violencia proviene de todos los frentes, y los interrogadores cambian de rostro sin alterar el contenido del castigo. El protagonista se convierte así en símbolo de una humanidad atrapada entre máquinas de poder opuestas, una pieza prescindible en un juego que no comprende. Es esta incertidumbre la que dota de profundidad filosófica al relato.
5. Una poética del fracaso y la desesperación
Lo que distingue a Lapamán de otras novelas que abordan la distopía o la alegoría política es su negativa a ofrecer soluciones o redención. No hay salida para el protagonista, y tampoco para el lector. La historia no avanza hacia una catarsis, sino hacia un agotamiento progresivo del sujeto, que solo encuentra refugio momentáneo en el afecto inestable con Lucas, un personaje también marcado por la marginalidad y la fragilidad. Esta relación, aunque fugaz, introduce un resquicio de humanidad, pero está condenada a desaparecer bajo el peso de las fuerzas sistémicas.
El final de la novela, ambiguo y casi febril, no cierra las tramas, sino que deja al lector con la sensación de haber sido testigo de un proceso destructivo sin origen ni desenlace. La escritura de Momán rehúye la linealidad, el arco clásico del héroe o cualquier promesa de sentido. Lo que se impone es una poética del fracaso, del desgaste, de la carne como residuo. El nombre de Lapamán, tomado de una playa real, se convierte en emblema de una identidad imposible, de una geografía que ya no acoge sino que expulsa.
Conclusión: un artefacto radical de nuestro tiempo
Lapamán es una novela incómoda, difícil de clasificar, radical tanto en su forma como en su contenido. Lejos del realismo convencional, pero también más allá de la fantasía o el género, se ubica en un territorio liminal, donde la literatura se convierte en un instrumento de interrogación existencial, política y estética. Alberte Momán construye un relato que dialoga con las tradiciones del esperpento, la literatura de la carne, la ciencia ficción política y el posthumanismo, sin adherirse por completo a ninguna.
El resultado es un texto abrasivo y necesario, que interpela al lector desde el desconcierto, la provocación y el dolor. En tiempos en los que la literatura tiende a domesticar sus formas y a refugiarse en la corrección política o el entretenimiento superficial, Lapamán recuerda que narrar puede ser también una forma de resistencia, una apuesta por la verdad del cuerpo, del lenguaje y del conflicto. Una novela que exige ser leída con todos los sentidos alerta y que, como su protagonista, no deja indiferente a nadie.